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Por: Adriana Espino del Castillo Rodríguez

“(…) la ciencia no es más que la investigación de un milagro inexplicable, y el arte, la interpretación de ese milagro.”- Ray Bradbury.

Cuando me encontré con esta reflexión en el libro «Crónicas Marcianas», supe que es posible encontrar una relación armoniosa entre la ciencia, el arte y la naturaleza. Afortunadamente no soy la primera en verlo, ni seré la última.

Tras haber nacido rodeada de artistas, y después de haber obtenido un resultado de “Negociadora” en una evaluación de orientación vocacional, la expectativa natural era que eligiera una carrera de humanidades. Y de ahí la pregunta recurrente que invadió los temas de conversación entre mis conocidos: “¿y de qué vive un Biólogo?”

Al principio respondía con entusiasmo y seguridad, pero conforme se hacía más frecuente la pregunta, aumentaba mi incertidumbre sobre la respuesta. ¿Por qué elegir Biología como carrera profesional? Mi respuesta simple era que de niña me enamoré de Indiana Jones, de su vida y sus aventuras entre tumbas y cavernas; después conocí las historias inspiradoras de Jane Goodall y Dian Fossey, y sucedió que, estando rodeada de arte, decidí romper el paradigma familiar y salir de mi zona de confort por primera vez, para intentar encontrar esa vida de aventuras.

Así me tocó abrir mi camino entre el rigor científico y la plasticidad artística, y casi sin darme cuenta, la necesidad por comunicar mis aprendizajes con la familia y amigos, me fueron dando herramientas de divulgación (intenten explicarle a un escultor sobre las mitocondrias de los eucariontes y sabrán a lo que me refiero).

Durante la carrera seguí mi motivación por la etología (estudio del comportamiento animal), pero al final me convertí en microbióloga de ambientes subterráneos. Entré “al lado oscuro” de la Biología cuando me metí con la Biología Molecular, pero, sobre todo, cuando decidí cambiar de facultad a tomar materias de Ingeniería Geológica. Para el posgrado me sumergí en temas de fisicoquímica y caracterización espectral de rocas, agua y minerales, y me volví experta en la integración de disciplinas.

Como Geomicrobióloga, fui contratada por una empresa de soluciones de conducción y almacenamiento de agua para ser “su experta en agua”, la primera y creo que única científica que ha estado alguna vez en la nómina de esa empresa. Ahí aprendí el lenguaje de la mercadotecnia, la publicidad, las ventas, los procesos industriales y las negociaciones. De nuevo rompía con un canon, pero ahora el académico. Sin duda un universo completamente nuevo para mí, pero que me recordaba esa adrenalina de adentrarme a las cuevas armada solo con mi casco y linterna.

Trabajé como jefa de aseguramiento de calidad de productos de innovación, diagnostiqué la calidad de agua, verifiqué el cumplimiento con la normatividad, la vigencia de las certificaciones, y poco a poco iba reconociendo el lenguaje regulatorio. En ese entonces comprendí el poder del conocimiento científico en la comunicación. Aprendí a usar la ciencia para comprobar la efectividad de los productos, a compararlos con la competencia, a usar los datos duros a favor de las marcas, a diseñar estrategias de ventas, a hacer recomendaciones en las negociaciones, a intervenir en procesos, a investigar empresas fantasma. Como científicos nos preparan para resolver problemas complejos, con estructura, metodologías sistematizadas y mente crítica, y eso es precisamente lo que estaba haciendo en una empresa de soluciones de agua.

Con el tiempo uno le toma gusto al sabor del desafío. Tomé decisiones que me reinventaron una y otra vez. Entré en una convocatoria de Interfaz Ciencia-Política en la Ciudad de México, donde aprendí de diplomacia científica y lenguaje político. Mi labor fue hacer accesible el conocimiento científico en la toma de decisiones en gobierno, tanto de traductora del lenguaje técnico, interlocutora con expertos académicos y como asesora en programas sociales. Comprendí el valor de escuchar las necesidades de otros antes de hablar de nuestro potencial, para así identificar en dónde podemos aportar con nuestra ciencia.

Algunos me dicen dispersa, pero soy consciente de que el tiempo y la vida me han permitido diversificarme y no quedarme en el mismo sitio. Y cuando vuelve a surgir aquella pregunta incómoda, la respuesta se vuelve infinita al ver las posibilidades que uno tiene para integrar la ciencia en el todo.

Me mantengo en la investigación, pero además trabajo como asesora de proyectos especiales, e irónicamente, soy “negociadora” para establecer colaboraciones estratégicas entre la academia, la industria y el gobierno. Hoy veo que salir de la zona de comodidad, no es entrar en un lugar desconocido, sino llegar a una zona de influencia, donde se materializa lo impalpable que a veces puede ser la ciencia, en realidades tangibles para la sociedad.

Me doy cuenta de que elegir una carrera no define lo que eres o lo que tienes que ser, y tampoco quiere decir que no haya esquemas diferentes de trabajar a los que hemos aprendido. Es posible crear y construir nuevos perfiles del quehacer científico, y ahí está el arte y su plasticidad.

Soy Adriana Espino del Castillo, Geomicrobioespeleóloga con sangre de artista y espíritu de científica. Facilito conversaciones y agilizo acuerdos entre Ciencia, Industria, Gobierno y Sociedad.

Contacto: adrianaecr@gmail.com

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